Cuento de Navidad: La limosna

       La limosna
Había tenido una vida muy agitada yendo por todas partes. De bar en bar: máquinas tragaperras, de tabaco,... De mano en mano, de bolsillo en bolsillo, de monedero en monedero, de máquina registradora en máquina registradora,...
Ahora, hacía ya un cierto tiempo, estaba en un lugar completamente nuevo para mí. Me introdujeron, no recuerdo cómo, en un recipiente cerrado, esférico, pero con un fondo plano y con una rendija alargada en la parte superior, por donde se podía adivinar tenuemente si era de día o de noche. No estaba sola. Había muchas otras como yo; todas juntas y apretadas,… ¡tanto tiempo en el mismo lugar!... parecía que se hubieran olvidado de nosotras. Yo era de las más grandes y bonitas, aunque ya un poco gastada. De vez en cuando, por la rendija dejaban caer nuevas compañeras, más pequeñas o más grandes, que pasaban a engrosar el número de las prisioneras.


La ranura estaba hecha de tal manera que resultaba fácil entrar pero difícil salir. A veces, alguien había cogido el recipiente, sacudiéndolo de tal manera que rodábamos todas por dentro haciendo mucho ruido al chocar con la pared y unas con otras, pero, aunque nos acercábamos a la rendija, era imposible salir.
De repente, un día dieron la vuelta al recipiente e introdujeron un objeto metálico, alargado y afilado, que comenzó a hurgar-nos a todas hasta que me atrapó a mí contra la pared y, poco a poco, me fue acercando hacia la rendija de salida. Acompañada por aquel objeto misterioso abandoné el recipiente y pasé a una mano muy pequeña que me apretó fuertemente.
Me sentía aprisionada entre aquellos dedos, pero no como en mi antigua estancia; era diferente. Había pasado por muchas manos pero nunca me había sentido tan fuertemente agarrada. Me apretaba como si no quisiera dejarme ir nunca o como si tuviera miedo de perderme.
Salimos a la calle. Aunque me oprimía con mucha fuerza podía ver algo entre sus pequeños dedos. Era ya de noche. Por la música que se escuchaba deberíamos estar muy cerca de la Navidad. A pesar del tiempo que había estado encerrada en aquel recipiente oscuro tenía la suficiente experiencia anterior para saber algo de los humanos. Mis recuerdos me decían que, por aquellas fechas tan festivas, solíamos dar muchas vueltas, yendo de un lugar a otro, cambiando de mano como si hubiéramos entrado en un desenfrenado movimiento.
Aquella pequeña mano me hacía sentir diferente a como me había sentido hasta entonces. Quizás la larga estancia atrapada en aquel pequeño pote me había hecho más vulnerable, pero esa mano me apretaba de una manera..., como si quisiera evitarme el frío de la oscura noche. ¿Quién podía ser? Por la voz reconocí que se trataba de una niña pequeña.
Dimos muchas vueltas hasta llegar a una tienda de golosinas. Ya había estado en alguna otra ocasión. Estuvimos paradas un buen rato delante del escaparate y, por un momento, tuve la sensación de que la niña aflojaba la presión de la mano, como si quisiera soltarme. Al cabo de un rato salíamos del local tal y como habíamos entrado.
Y seguimos dando vueltas, y entramos en más y más tiendas. Pasábamos por pastelerías, tiendas de caramelos y golosinas, un quiosco..., pero siempre ocurría lo mismo: sentía aflojar la presión de la mano por unos momentos, después nos marchábamos, y finalmente volvía a atenazarme con convicción.
¿Por qué no quería dejarme ir? Había tenido muy buenas ocasiones para hacerlo. Nunca había estado tanto tiempo en la mano de una persona. Empezaba a encontrarme bien sintiendo el calor de aquella mano e, incluso,... ¿sería posible que un mal metal como yo pudiera sentir algo más?
Así pues, arriba y abajo, hasta que oí las campanadas de una iglesia y la sensación clara de que nos íbamos acercando a ella. La niña que había estado titubeando todo el rato de un lado a otro, ahora parecía más decidida. Por lo que pude ver, procurando acechar entre las rendijas de sus pequeños dedos, se encontró con sus padres y todos fueron hacia la iglesia. Ella hablaba fluidamente con sus padres, con unas risas divertidas, pero yo no los comprendía. No podía entenderlos. El único lenguaje que entendía era el de las máquinas tragaperras cuando nos avisaban para salir.
Entonces pasó. A la entrada de la iglesia, la niña, lentamente, se agachó, abrió su mano y caí sobre una palma extendida, que me recibió con gratitud, abierta dificultosamente, arrugada por el tiempo, fría y sucia... Era un viejo que pedía limosna.
Tengo que reconocer que mi primera impresión fue de desilusión total. Alguna compañera me había hablado alguna vez de los indigentes y me había hablado muy bien, pero hacía un momento, la mano de aquella niña me había hecho sentir tan diferente, tan nueva... Si bien no entendía el lenguaje de los humanos -un simple trozo de metal desgastado como yo-, llegué a entender por primera vez los sentimientos de una niña pequeña, y lo que es más, llegué a comprender y aceptar a través de ella lo que suponía el desprendimiento.
¿Volveré a sentir, alguna otra vez, algo parecido?

(Con la colaboración de mi nieto Miguel)

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